Placer y dolor crónico. Habitar el infierno y encontrar tu paraíso
Artículo de Daniela Herrera Villarreal. Comunicóloga social, Defensora de Derechos Humanos, feminista comprometida y activista en Derecho a la Salud y en la visibilización de las discapacidades por enfermedad crónica y condiciones mentales. En proceso de formación como antropóloga del Cuerpo Enfermo. Publicado originalmente en Hysteria! Revista el 31 de mayo de 2020.
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“El dolor físico no tiene voz, pero cuando finalmente encuentra una voz, comienza a contar una historia, y la historia que cuenta es sobre la inseparabilidad” Elaine Scarry
En estas cuatro paredes los días no tienen nombre. Los minutos y las horas carecen de sentido, todo es un recuerdo; un antes y un después de aquel día en el que el dolor se apoderó de mi cuerpo y la enfermedad me condenó al exilio de una isla que sería mi cárcel, al mismo tiempo que mi único lugar seguro en este mundo: mi cama.
El confinamiento no es algo nuevo para muchas personas con enfermedades crónicas discapacitantes. Muchos llevamos años en aislamiento, saliendo poco, con la energía limitada o con el ánimo agotado de lidiar con la poca o nula accesibilidad del exterior. Vivimos a la espera de una tregua de ardores, espasmos y subluxaciones. Un momento sin esa sensación de arterias hirviendo que te impide seguir el hilo de las conversaciones. Para personas como yo, vivir con dolor crónico es el mayor y primer confinamiento. Nuestro cuerpo es un submundo con un idioma imposible de traducir y el cual está subscrito a otro mundo, el exterior, con quien entra en conflicto constante. Y es que, cuando escuchamos sobre el dolor de otra persona, lo que está ocurriendo en su cuerpo es algo lejano, perteneciente a una geografía invisible que no se manifiesta en el exterior de la superficie de la tierra, aunque esté ahí, a sólo unos centímetros de nosotros.
Las enfermedades crónicas discapacitantes y el dolor crónico son un descenso al infierno y a nadie le gusta escuchar esto. Muchas veces somos censurados al expresar nuestra realidad y se nos exige una tóxica actitud positiva, lo que nos lleva una vez más a la soledad de habitar un cuerpo que le resulta incómodo al mundo exterior, no sólo en apariencia. Aún en esta geografía, con sus páramos llenos de abrojos y malezas, hay caminos que te llevan a paisajes más habitables, donde el cuerpo no sólo significa una fuente de dolor. Cuando los encuentras, hay brillantes victorias que nos recuerdan que seguimos con vida, una vida limitada y en cama sí, pero una vida con su propia narrativa, sus encuentros y desencuentros; amores, placeres, piel y entonces quizá, el cielo.
Vivo con dolor, sensaciones extrañas y desagradables. Por 33 años fui vista por innumerables médicos quienes dictaron una sentencia sin derecho de réplica: “Todo está en tu cabeza”. A los 31, mi cuerpo colapsó; a los 32 llegué a la silla de ruedas y, desde entonces, paso la mayor parte de mi tiempo en cama sorteando los síntomas, los brotes, las crisis. A los 34 las respuestas correctas llegaron: Charcot Marie Tooth 4, una enfermedad rara y en su tipo agresivo, producto de una mutación de genética con la que había nacido; dos enfermedades autoinmunes y la evocación de una vida que se esclarecía y se derrumbaba. Perdí el trabajo, abandoné mi carrera, mis hobbies y el mundo exterior debido al incesante dolor y la falta de tratamientos. Mi vida es un duelo constante. Mi sistema nervioso traduce todo en dolor, perdí peso, mi piel se volvió frágil y elástica, las cicatrices tardan en sanar; mis extremidades se han ido deformando lentamente y sin clemencia. Las férulas, las rodilleras, el collarín, el bastón, la andadera etc., hora son una extensión de mi ser. El uso de cada uno de ellos ha provocado lo mismo huracanes en mi alma que la tranquilidad de sentirme segura y protegida cuando estoy en condiciones de caminar.
A todo esto se suma la actitud de la sociedad hacia las personas discapacitadas. Somos ciudadanos de segunda clase al margen de la productividad que exige el modelo económico capitalista. Más que personas, nos ven como un dispendio de recursos. También, la vida en nuestros círculos de confianza se transforma cuando ir de fiesta o algún evento social se convierte en un lujo. No podemos planear, ni ser espontáneos, el dolor controla nuestra vida y se cuela en las rutinas más básicas. El amor y las relaciones sexoafectivas no son excluidas. Nuestros síntomas transforman las relaciones y, muchas veces, las hieren de muerte. Aquellos que vivimos con dolor crónico debilitante, constantemete nos sentimos ridículos ante el deseo de experimentar un momento idílico de placer. A veces nos es imposible concebirnos como personas merecedoras de placer y/o de tener relaciones amorosas serias y estables (monógama, abierta, poliamorosa o del tipo que sea) debido a todos los requerimientos y cuidados que nuestros cuerpos exigen. No es de extrañar que, Esther Cisneros, presidenta de la Fundación contra el Cáncer A. C. haya denunciado que un número importante de mujeres enfermas (crónicamente o no) son abandonadas por sus parejas. No importa el tipo de enfermedad, pero es una constante y claro que podemos reflexionar que esto es un reflejo de la educación patriarcal, en la que no se permite que un hombre atienda labores de primeros cuidados pero, también existen otros factores que potencian nuestra discapacidad y que no tienen que ver con nuestros cuerpos. La realidad es que mucha de nuestra discapacidad es resultado de la incapacidad que tiene el exterior para con nosotros. Esta realidad es encubierta al tratarnos como un “tema privado”. En el imaginario, el Sistema de Salud es el único encargado en resolver las necesidades y problemas más inmediatos del sector con discapacidad. A su vez, la institución médica aborda la sexualidad desde la reproducción y no en las necesidades de orientación física, mental y emocional para la búsqueda de relaciones sexuales sanas. Este imaginario colectivo permite inferir que “la sexualidad se relega u omite, ya que se asume que es lo que menos les interesa a las personas que sufren una condición discapacitante porque tienen otras preocupaciones más apremiantes. Esta postura revela un modelo estereotipado de sexualidad que tiene que ver con la concepción colectiva de cuerpos saludables, funcionales, exentos de enfermedades y discapacidades, incluso, estéticos” . Estos mensajes se vuelcan contra nosotros que carecemos de comparación con la norma dominante. Existe un miedo latente a que la marginación de esta normalidad nos ahuyente toda posibilidad de amor y placer.
Los desmayos, el dolor desmedido, los gritos, los llantos, la depresión, el maldito cómodo cuando no puedes ir al baño, son parte de mi “normal”, sobre todo en periodos de crisis. No hay día en el que no me pregunte si alguien en su sano juicio quisiera compartir vida conmigo y con mi inherente enfermedad. El precio de mi discapacidad ha sido alto. Aceptar que el amor recibido es exclusivo para mis cuidados, me llevó a sacrificar la relación amorosa que tenía. A las parejas también les alcanza el dolor y los duelos. Cuando la pareja es el cuidador, quien manipula tu cuerpo inconsciente, limpia el vómito, o procura que no te lastimes durante una convulsión, suprime la idea y el deseo de coger o romancear. Es más apremiante mantener a su pareja con vida. Lo urgente le quita tiempo a lo importante: a veces lo devora. Algo que tiene que quedar claro, es que las personas con condiciones discapacitantes no sólo compartimos el cuerpo y la cama con nuestro sufrimiento, también con sueños, alegrías, ilusiones, libido, los cuales nos han sido negados y acallados por un sin número de factores que no siempre tienen que ver con su mera y única responsabilidad del enfermo. El deseo sexual se convierte en un problema para cualquier cuerpo, con discapacidad o no, si cerramos su posibilidad y olvidamos que el deseo y la sexualidad se pueden desarrollar de muchas maneras.
Aceptar ser una persona con discapacidad es parte de mantener nuestra autonomía y nuestro derecho a decidir sobre nosotros. También lo es fomentar una estrecha conexión con nuestro cuerpo. Personas que llevamos años o toda la vida en enfermedad tenemos que conocer y saber exactamente cuándo estamos cansados, darnos cuenta de nuestros límites, así como saber cuándo estamos experimentando alguna emoción o sensación placentera como estar excitados. Todas son cosas que vienen con la práctica, la apertura, la aceptación y son regalos que muchos otros no tienen.
El dolor puede disminuir de maneras obvias nuestra capacidad de sentir deseo o mina nuestra energía para hacer el trabajo involucrado. La distracción es una herramienta importante como medida paliativa para tratar el dolor y si podemos llegar al placer sexual, éste puede ser una herramienta poderosa para aliviarlo. Es común que algunos de nosotros, al tener sexo o masturbarnos experimentemos una liberación de endorfinas maravillosa que nos hace llegar al paisaje deseado en que nuestro cuerpo finalmente es fuente de satisfacciones y placer. Las endorfinas son sustancias químicas similares a la morfina que el cuerpo produce en respuesta al dolor. Claro, esto no es una regla aplicable para todos los cuerpos discapacitados, las condiciones y contextos son muy diversos.
Para muchos, la discapacidad nos llevó a conocer mejor a nuestros cuerpos, obviamente no somos personas que podamos mantener ritmos maratónicos en la cama y hay posiciones que simplemente no estamos capacitados para realizar. No obstante, podemos llegar a reconocernos mejor, a entender síntomas y también a explorar nuevas maneras de excitarnos y hacer que nuestros deseos, fantasías coincidan con nuestra energía y niveles de dolor. A veces tenemos que escoger entre coger o salir a comer. Tenemos que descansar antes de llevar a cabo los deseados planes; encontrar posiciones y soportes que nos ayuden a proteger la espalda, la cadera o las rodillas, pero para esto también necesitamos compañeros que puedan procesar y aceptar la discapacidad, ser comprensivos, sensibles y conscientes de la gran vulnerabilidad a la que estamos expuestos. Nuestros cuerpos son frágiles y al tener un sistema inmune comprometido, una simple infección puede provocar una crisis, pero con los debidos cuidados podemos llegar a ser personas altamente sexuales, con relaciones sanas, excitantes y placenteras.
También, ante la necesidad de mantener relaciones de pareja o sexoafectivas es necesario abrir la comunicación estableciendo la realidad de nuestras condiciones. Muchos pasamos la mayor parte del tiempo en cama y en una cama puede pasar todo, salir a pasear, desayunar, una pelea, llorar y bailar, lo que se hace en una vida, para nosotros todo sucede en la cama y la persona que te acompañe debe estar abierta y dispuesta a entender esto y a poner mucha de su vida en la cama.
Tanto las personas con condiciones discapacitantes, como para nuestras parejas, tenemos por delante reajustar nuestra sexualidad, estilos de vida y la expectativa de cuerpos establecidos como norma. Aprender que la discapacidad puede afectar el sexo, pero esto no es algo malo. Nuestra diferencia nos obliga a ser creativos, osados y explorar nuevas posibilidades de placer. Lo peor que puede pasar es que, con la práctica, la cosas mejoren satisfaciendo a ambas partes.
Barbara Faye Waxman dice que, si las personas con discapacidad deseamos alcanzar nuestra libertad sexual, debemos infundir a la cultura sexual dominante la riqueza de nuestra propia experiencia. Celebrar nuestras diferencias con las personas sin discapacidad y ver que nuestras diferencias en apariencia y función (a veces las fuentes de nuestra degradación) también contienen las semillas de nuestra liberación sexual.